Laminas, muy fina, la cantidad de cebolla que te apetezca y la obligas a perder el bravío dejándola sumergida en agua con unas gotas de vinagre durante diez minutos.
Continúas con la preparación y, pasados, escurres y
reservas.
Si no lo tienes tostado, tuestas un
puñadito de sésamo : a la sartén caliente y
movimiento continuo. Si paras, se quema. Torrado, reservas.
Pones una sartén al fuego con un chorro de aceite de oliva y echas a churruscar unas cuantas tiras de “bacon” o tocineta de
la mejor calidad cortada en lardones finos.
Te preocupas de ir drenándole la grasa que suelten
para que, con calma, se vaya quedando crujiente.
Mientras tanto cortas
la sandía que apetezcas en cubos de un tamaño razonable: ni muy grandes ni
muy pequeños (a veces, me besaría por lo preciso que soy…).
Los pasas a la ensaladera que será la mejor y más bonita
que tengas, por aquello de disfrutar la vajilla como parte fundamental del
placer de comer.
No desatiendas los lardones. Torrados y crujientes,
les escurres la grasa y los reservas.
Picas abundantes
cebollino y albahaca.
Aliñas incorporándole a la sandía por este orden: sal, AOVE, la cebolla escurrida y las
hierbas picadas. Remueves y añades la panceta y el sésamo. Dejas reposar
diez minutos y sirves.
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